Por: Nareden en el Chuzo de Catorce

Cuando yo escuché esta historia tuve curiosidad de conocer ese lugar y preguntando cómo hacer para encontrar el rancho Valencia, me dijeron que ya no existía, pero que una hija de Doña Susana habitaba por La Vivienda , pasando San Felipe rumbo a Zacatecas. La fui a ver, se llamaba Esmeralda y también me recibió con frijoles y tortillas riquísimas, porque han de saber que en el rancho estas cosas tan sencillas, no se por qué pero agarran un sabor de lo más exquisito, son misterios... Inesperadamente me encontré con la sorpresa de que Doña Susana iba a ir a visitar a su hija en aquellos días, llevada por su otra hija así que esperé, quemando leña por las noches en el monte y buscando la sombra en el día, de cualquier manera gozando del rostro del desierto potosino, y a la hora del hambre aprovechando de la generosidad sin par de la gente de los ranchos, quienes siempre le sirven de comer al visitante antes de servirse para si mismos. Doña Susana, cuando la conocí, tenía casi ochenta años. Me platicó de las dos monedas, dijo que eran monedas de 8 reales de 1811, acuñadas en el mero Real de Catorce, y que por suerte ella las había guardado con mucho cuidado y una vez cuando ya jovencita había ido a Monterrey y en una tienda de monedas se las habían cotizado en un muy buen dinero, pero que las guardó hasta el momento de casarse, de hecho con lo que consiguió de su venta se pagaron los gastos de las fiesta. Luego le pregunté sobre lo de la marrana, que pensaba ella de lo de las monedas y lo demás y me dijo – Es que yo la quería mucho, y ella también me quería por eso me dejó las monedas, inclusive decían unos rancheros que por donde yo llevaba a pastar a las chivas andaba el fantasma de la marrana y que por la noches de Viernes Santo se veía una lumbre muy grande por esos rumbos, y que por ahí estaba la relación y que el fantasma de la marrana le apuntaba para donde se encontraba. Mi cuñado cada año decía que iba a ir en Viernes Santo a traerla con sus primos pero empezaban con un trago bajo el mezquite para darse valor y terminaban tirados de borrachos bajo el pirul, y cada año así. Saliendo de la casita de adobe, ya para regresar, el aire del desierto era cristalino y deslumbrante como siempre, miré hacia el cielo, azul intenso, sólo había una nube ahí a lo lejos, la miré, luego la miré otra vez, tenía forma de cochino.